La gente corre tanto
porque no sabe dónde va,
el que sabe dónde va,
va despacio,
para paladear
el ir llegando.
Gloria Fuertes
A veces sabes sin mirar el reloj la hora que es. Y es la hora de esperar. Con el tiempo aprendemos que hay maravillas que sólo se acercan en patinete, sin prisa. Reconocemos entonces la espera como un lugar donde estar. Un lugar familiar, donde cortar pan y tomate y comerse las prisas con las mismas ganas con las que ayer las cabalgamos.
Esperar es como recitar. Tiene el poder de parar la vida. Hace brillar bajo la luna ocultas cerraduras. Localiza, en su aparente vacío, lugares remotos y secretos. Tiende un lienzo entre la realidad y lo esperado, donde la imaginación crea nuevos mundos, universos paralelos.
Esperar es simplemente otear el horizonte hasta que alguien nos susurra: “las condiciones son favorables”. Entonces puedes quemar los planos, ya no hay que provocar los acontecimientos. Caen por su propio peso. Quien espera como Dios manda sabe que hay cosas que en realidad ya han acontecido… sólo deben materializarse, aunque sólo lo harán a su debido tiempo.
No nos enseñan a esperar, porque bien saben que entonces seríamos nosotros los sabios. Nos pretenden pertrechar con un ego superlativo (una personalidad fuerte, dicen), que genere una buena cantidad de deseos a satisfacer con la máxima celeridad. Por si tenías un momento de paz, esperando un metro, ya se encargan de ponerte una bonita cuenta atrás, adornada con unos cuantos vídeos promocionales, no sea que pienses… o peor, que medites. Lo queremos todo y lo queremos ya. Nos volvemos indigentes, adictos, afanándonos en todas direcciones presos de la ansiedad. Nos alejamos de la luz y del sosiego. Gollum asoma detrás de nuestra sombra, ufano de “su” tesoro.
Entonces, ¿esperar es no hacer nada? En absoluto. No se trata de esperar sin modelo, ni a lo que salga. Más bien la cosa va de obedecer un mandato: estar alerta, agudizar los sentidos… Buscar el recogimiento para luego alcanzar la máxima energía expansiva. Esa tensión nos indica que la espera no es ya sólo espera, sino acecho. Se adorna el momento, se vuelve infinito. Como felinos, absortos de un sutil aleteo entre bambalinas que emite una señal imperceptible. Ha llegado la hora. Se sitúa en ese no-instante entre el “todavía no” y el “ya no”. Seduce a kairós, la ocasión. Recordemos que por algo la pintan calva por el cogote… porque si pasa de largo es imposible agarrarla por el pelo. A por ella.