La historia más increíble puede empezar como un relato vulgar. Acechemos pues, y a su debido tiempo arranquémoslo de la tierra húmeda con nuestras propias manos. Giremos la tortilla, resolvamos el acertijo, y veremos crecer nuestra epopeya cotidiana impregnada del incienso que perfuma el ara.
Recatemos momentos al trabajo y al estrés, para alzar una mirada sobre el atardecer. Apreciar al vuelo la belleza de esos instantes captados de soslayo es una de las mayores gracias que nos pueden ser concedidas.
Cada uno sabe de sus propios límites, sí, pero eso no nos da derecho a trasponerlos a aquello que nos depara el horizonte. Ignoramos la belleza, achicamos las visiones pasándolas por el cristal ahumado de nuestros humores. Así, a fuerza de encogerlas, cometemos el peor de los pecados: rompemos en pedazos su recado.
Dedicar un tiempo cada día a no pensar en nada, arrobados en un imperceptible destello, tiene grandes propiedades terapéuticas. Eclosiona el ser, esfinge de principios. Acróstico de vida. Muleta de doble alza. Aire que desmorona todas las ansiedades.
Rebocemos pues a conciencia nuestra lente, y utilicémosla para leer la realidad en su cara más real, la maravilla constante.