Nos roban la libertad

Las palabras se pueden ordeñar. Obtenemos así las representaciones, guías de conducta, filtro de percepciones y escala de posibilidades. Un inmenso poder, el de las palabras. Por algo quedó dicho “en el principio era el Verbo”.

También las palabras se pueden secuestrar, emparedarlas en un zulo semántico, limitar su vuelo. Ajustamos así su reverberación y anclamos sus efectos a los marcos que nos convienen. Laboratorios de la simonía extienden estas prácticas, desde la publicidad hasta la política, en los ajetreados confines del discurso persuasivo. Brainwashing.  Come-cocos.

Quizás a parte del amor, la palabra más magreada sea libertad. Cuántas veces nos explicaron que la libertad era conducir un 4×4, volar en ala delta o una buena línea de telefonía móvil. Amasada y retorcida, prostituida, pero aun así manteniendo toda su capacidad de evocación. Hubo un tiempo en el que su mención iba asociada a un horizonte compartido.

Los nigromantes del nacional populismo anhelan su poder. En la oscuridad sus bots murmuran hechizos para capturarla. En Cataluña, con la retahíla procesista, ya construyeron una narrativa de derechas, reaccionaria, alrededor de la palabra “llibertat”. Se subieron a la ola del trumpismo antes que Trump. La adoptaron como palabra de paso para sus desmanes, pues aportaba la luz necesaria para ir de farol, alimentaba las ansias de aventurillas de los pijiprogres y enlazaba con utopías a lomos de unicornios con helado de postre. La propia Laura Borrás, símbolo de ese nacionalismo iliberal, no dudó en aparecer el día de su elección como Presidenta del Parlament de Catalunya con una mascarilla adornada con los versos de Margarit sobre la libertad, el poeta  vilipendiado en vida por formar parte de esa Catalunya plural que no les compra sus argucias. Sin vergüenza. Todo vale. También Trump pretendía erigirse en adalid de la libertad, esa libertad que luego hace que no tengas para pagarte la insulina.

Ahora la derechona casposa ha engendrado una nueva criatura de mirada torva y voz de Heidi al salir del after. Una candidata hecha a medida de los tiempos que corren, observada con complacencia por sus creadores, que coñac en mano comentan lo ida que está, y lo bien que les va.  Antes de que sea otro juguete roto de sus compadreos, esta community manager perruna estira el mantra “socialismo o libertad”, a sabiendas de que su libertad es un sálvese quien pueda, una pelea fratricida de pobres contra pobres a mayor gloria de la derecha identitaria. Su libertad tiene un componente de clase: unos mansos para que otros sean libres, si puede ser los de siempre, mejor. Lo que te ofrecen es privatizar servicios esenciales, a manos de sus amigos, recortar lo que se pueda el estado del bienestar y que te busques la vida. El mismo juego que en Catalunya, las mismas armas, la misma retórica pseudo revolucionaria para ocultar la más reaccionaria de las agendas. Por lo menos en Madrid no tienen a una parte de la izquierda encandilada blanqueando así su apuesta clasista y supremacista. Sus frames, los ornamentos de los discursos del nacionalismo central y periférico, son complementarios. Se necesitan. Se retroalimentan.

Pero aquí abajo, abajo, cerca de las raíces como decía el poeta, somos libres cuando nos movemos sin estorbos, internos o externos, hacia el bien. Cuando algo más grande que nosotros nos trasciende, cuando fundimos nuestro ego al calor de una causa, entonces los pobres somos libres. Para nosotros la entrega es libertad. Liberémosla.

El año que nos cambió

Hoy hace un año andábamos perplejos. Los que no habíamos caído en la locura del papel higiénico nos habíamos reído de la posibilidad de una pandemia que, a la postre, lo cambió todo. Había salido Pedro Sánchez a proclamar con cara de acontecimiento histórico el estado de alarma. Algo me estremeció por dentro con las imágenes del Presidente. Así como los deportistas que se lesionan de verdad no hacen más aspavientos que los requeridos por el dolor del momento, los días históricos de verdad vienen casi sin anunciar. La semana anterior me la pasé hablando con los asustados miembros de la comunidad china de Santa Coloma, intentando convencerles de que llevaran a sus hijos al colegio, mientras me miraban con incredulidad.

Recuerdo que era domingo, y nos hicimos la primera barbacoa de la temporada. Al acabar caí en una siesta absurdamente intranquila, de la que me desperté con un tremendo dolor de cabeza. Al día siguiente tuve fiebre…  me tocó pasar un mes confinado en mi habitación.

Tuve suerte. La cosa no fue a mayores y no requerí de hospitalización. Una llamada cada cuatro o cinco días de mi centro de salud, paracetamol y p’alante. Preocupación, desorientación y sueños lisérgicos. Lo que entreveía por la puerta entornada me anclaba a la realidad: mi mujer, mis hijos, aplausos al atardecer… Aquel episodio en lo personal acabó el lunes de pascua, pero en lo colectivo deja cicatrices profundas y heridas que todavía hoy están por mostrar su gravedad.

Aprendimos la importancia de la palabra burbuja, a convivir con el toque de queda, a no tocarnos, a posponer encuentros y abrazos. Aprendimos que hay cosas irrenunciables, entre otras contar con los tuyos, un vino al atardecer, la solidaridad, la inversión en una sanidad pública de calidad, y otras prescindibles completamente.  Nos hemos descubierto frágiles, mucho más de lo que nos enseñaron. Las grietas de nuestro sistema del bienestar han dejado entrever nuevas y mayores desigualdades. Y detrás acecha la pobreza, la marginación, y sus consecuentes discriminaciones e injusticias. Sabemos de la importancia de la interdependencia y la colaboración. Sabemos que nos podemos poner de acuerdo para hacer cosas, desde aplaudir a las 8 a nuestras heroínas y héroes, a llevarle a los que peor lo estan pasando una ración de comida. Volvimos a creer en la fuerza de la gente que mueve los barrios, y nos inventamos un falso verano para poder ir tirando. Y luego alguien habló de salvar la Navidad, y nos lo creimos porque ya nos lo creemos todo. Todavía no somos conscientes de hasta qué punto nos ha marcado pasar por esto. Al mirar atrás hay algo que recorre el cuerpo, como una sombra, como un chasquido… Hoy anticipamos el final, ansiosos, porque lo que no aprendimos, ni aprenderemos, es a esperar.