A mi maestro

“El camino es fatal como la flecha, pero en las grietas está Dios, que acecha”. Así hablaba Borges del I Ching, el milenario libro de las mutaciones chino, poso de sabiduría tradicional en estado puro. Para algunos, la vida es lo que nos pasa escudriñando ese Dios inusitado y acechante. Por eso el maestro tiene mil caras, es una epifanía intermitente que manda mensajes en una botella. Hoy es un niño que dispara a quemarropa una mirada de incomprensión; ayer un silencio vibrante que nos recordó, como dice Pessoa, que puede haber más amor viendo pasar el río lentamente que en los besos y las caricias. Y ahí vamos, con torpeza y cazamariposas, dando tumbos y trastabillando, pero con los ojos bien abiertos, tratando de cazar al vuelo sus enseñanzas.

Con un poco de suerte tendremos la gracia de reconocerle, de corporeizarlo en grandes hombres y mujeres que se cruzan insospechadamente en nuestro camino. Ángeles, mensajeros, benditos accidentes  contra toda lógica. Compañeros de viaje, de etapa, de minutos o de toda una vida. Peregrinos… Miradas de miel o de mar profundo, portadoras de profecías, consejos, reprimendas. A veces extensas como para deleitarnos, a veces sutiles como un gesto. Calentitas como el sol en una mañana de invierno, o tremendas como la vida.

No me considero mal aprendiz, aunque creo que tengo el extraño don de sacar de quicio a mi maestro. Como padawan puedo resultar pendenciero y tozudo…  Por mucho que me esfuerce en corresponder su gracia, es difícil estar a la altura de gente tan grande, y de detalles tan pequeños. Me afano en recopilar su recado. Hasta ahí puedo leer…

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Las cosas son así… o no…

Me revientan particularmente los ataques de realismo condescendiente. Soy persona de frontera, de frontera socioeconómica y física, entre el extrarradio y las centralidades, entre la clase media y la media de la clase. Los de mi especie integramos el conflicto de una manera particular. La frontera es un territorio fértil, pero allí se generan roces y escozores, temores a lo que hay más allá, recelos del otro lado. A veces es una bisagra, a veces un campo de minas. Quizá esto me ha hecho pendenciero, o fue aquél maestro que me susurró un día que la libertad no te la dan las leyes…

Resulta patético, pues, cuando se utiliza como argumento de autoridad la maldita frase: “lo siento, las cosas son así”. Vale para casi todo, oiga. Hábilmente, con su “lo siento”, quien enuncia este mantra-refugio se sitúa fuera de la infalibilidad de lo que pasa, que supuestamente no comparte, pero que te ilustra para tu mayor protección.  Y así los brotes de conciencia deshilachados por el roce, que a duras penas aguantarían el trajín de nuevas inquietudes, se envejecen prematuramente por el betún posibilista.

Es recurrente la imagen de la sabiduría tradicional, en que el maestro se sitúa progresivamente más cerca del Centro, del eje de la rueda, de la región más inmóvil alrededor de la cual todo sucede. Es conocida la afición de la tradición china a mostrarse escéptica respecto a la eficacia atribuida a la acción. Y no hace falta esforzarse mucho para ver que no les ha ido mal del todo. Sin embargo, del Bhagavad Gita hindú aprendimos que mientras el guerrero no olvide que el enemigo es él mismo, puede combatir con energía las guerras que elija, a condición de no alterar su paz interior.

Así que podemos quedarnos secuestrados por la estética, bloqueados, náufragos en el primado de la mediocridad; o pasar de la espera al acecho, convertirnos en dispensadores clandestinos de ideas, cultivadores de verticalidad, esforzados de la vocación patológica del genio… Yo lo tengo claro. Soy amante de kairós, de la ocasión situada en el infinitesimal momento entre el aun no y el ya no. Los viajes interiores requieren también de cierta audacia, que no puede ser reemplazada por retóricas. Te pierdes la mitad de la fiesta si te dejas llevar por la avaricia roñica de la zona de confort. La cartografía de nuestra transformación se dibuja corriendo riesgos. Así alimentamos la magia.

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La ocasión la pintan calva…