Metis era una de las Oceánides, hija de Océano y Tetis, y fue la primera esposa de Zeus. Ni más ni menos, la madre de Atenea, la archiconocida diosa de la sabiduría estratégica, de la guerra planificada, y de las artes técnicas y artesanales. Cuesta imaginar a Metis riñendo a Atenea, zapatilla en mano, pero al fin y al cabo una madre es una madre…
Metis no es una inteligencia racional y abstracta, sino un tipo de prudencia flexible y anticipatoria que permite al individuo desenvolverse en situaciones complejas, ambiguas y cambiantes. Una mezcla de destreza y “gramática parda”.
El mismísimo Clausewitz diría “en la guerra, más que en todo lo demás, las cosas suceden de un modo distinto al que se había previsto, y toman de cerca un cariz diferente al que tenían de lejos”. ¡Clausewitz!, incapaz de concebir que la guerra se produzca sin un “plan de guerra” que se mantiene con voluntad de hierro. “Hay que dejar una parte general mucho más amplia al talento y recurrir menos a indicaciones teóricas”, remataría. Los chinos lo entendieron hace tiempo: quien sabe apoyarse en el potencial de la situación, puede vencer con facilidad. Tao significa camino. Be water, my friend. El estratega chino se guarda, efectivamente, de proyectar para imponerse al desarrollo del porvenir, ya que es ese mismo desarrollo de lo que tiene intención de sacar partido. Posición disponible a la situación, a lo que surja, infinitamente flexible, sin predeterminar nada. En lugar de un plan proyectado al futuro, con un objetivo preestablecido, y una concatenación minuciosa de pasos, se propone una evaluación minuciosa de las fuerzas en juego, identificación de los factores favorables y explotación a medida que nos encontramos con circunstancias nuevas. De esa forma comprende el resultado del combate, lo intuye predefinido incluso antes de entablarlo. Es esa sensación que te eriza la piel y te susurra “hay cosas que ya han pasado, sólo falta que se materialicen”.
Nuestro mundo avanza con determinación mecánica. Hay quien opina que el motor de la civilización es la ingeniería, tan práctica, tan cartesiana. Tenemos sus principios muy bien asimilados. De hecho estamos formateados en sus esquemas, porque aparentemente todo gira en torno a artefactos. Artefactos para comunicarnos, artefactos para trabajar, artefactos para medir, e incluso estados-artefacto para organizarnos. Casi sin darnos cuenta seguimos su pauta, aplastantemente lógica: objetivo-idea-voluntad-plan-resultados. Hacemos un plan con el que intervenir en el mundo y dar nueva forma a la realidad. Trazamos nuestro modelo de ciudad que queremos construir, el militar su plan de guerra, el economista su plan de crecimiento… He conocido incluso personas con elevadas aspiraciones espirituales que pretendían establecer el automatismo infalible de liberación total y trascendencia de la existencia condicionada. El gimnasio del alma para alcanzar el Nirvana, como el que repite series de mancuernas para mejorar su bíceps.
Pero ay, el mejor de los engranajes falla, la complejidad rizomática de las interelaciones de fuerzas nos deja absortos ante problemas con soluciones no unívocas. Lo que tan bien nos ha funcionado para hacernos amos de la naturaleza, ¿vale también para la gestión de las situaciones y de las relaciones humanas? ¿puede esta eficacia del modelo que observamos en el plano de la producción ser válida no para lo que se “fabrica” sino para lo que se “realiza”?
Nuestras ciudades son un hervidero de negociaciones y reconocimientos que se construyen sobre intrincados mecanismos de complicidad. Los consensos se superponen a conflictos resolubles y otros no tanto, sobre los que aprendemos a gestionar nuevos acuerdos que nos reinventen. El calor humano de las relaciones comunitarias, conservadas bajo las brasas enfriadas de la modernidad, de las que habíamos olvidado la agradable convivencia y sobre todo una percepción especial del tiempo, pervive, late en lo profundo.
Los que trabajamos en “lo social” tenemos la ardua tarea de dibujar horizontes, esos que a menudo nos hurtan los edificios. Tener un horizonte es vital, es un lienzo en blanco, un elevado objeto de contemplación. Las expectativas son importantes.
Crear oportunidades no es un objetivo que responda a un plan automático, y requiere de un compromiso para confiar en el proceso, en las recetas a fuego lento. El asistencialismo es mecánico, pero detrás de cada PIA hay horas, intuiciones, perseverancias… detrás de cada acto en la vía pública hay un ramillete de complicidades tejidas y reconocimientos… Para todo eso hacen falta espacios de comunicación e intercambio simbólicos, y artesanos, y orfebres.
El ingeniero, sentado sobre su trono de cuadros de mando y parrillas de datos, empoderado hasta el paroxismo bajo el encantamiento de la IA, será incapaz de valorar los extraños vericuetos de las negociaciones humanas. Le trastorna el genio, eso que trasciende la teoría. No entiende el arrobamiento, y por eso es como un niño que se revuelve enfadado cuando su juguete no es capaz de abarcar todas las variables. A base de sistematizar, reducir todo a simples datos numéricos, geometrizar todos los factores del juego… olvidó el sentido de los simbólico, todo anhelo trascendente. Sin valores estables la fatiga le llega en una sucesión frenética de decisiones tácticas, un enorme vacío de significados, individuos seriados ante el espejismo de la individualidad hecha por moldes. De Descartes al Prozac.
Por suerte para todos, la práctica traiciona siempre, aunque sea mínimamente, a la teoría. Nosotros vivimos agazapados en el resquicio, en las grietas donde habita la opción del plot twist. Tenemos la capacidad de pillarnos los dedos, mantenemos la astucia que interpreta los oráculos oblicuos, podemos leer mapas incompletos, detectar patrones imposibles. Provocamos encuentros improbables, victorias a contrapronóstico, nos insertamos en el curso de las cosas, perturbamos su “orden” y su “coherencia”. Solo así podemos generar las condiciones para imaginar formas de acción y subjetividad política, iteraciones democráticas, procesos complejos de argumentación, deliberación e intercambio público a través de los cuales se cuestionan, invocan y revocan reivindicaciones y derechos.
Demasiado a menudo nos empeñamos en meter a la gente en los cuadraditos de nuestras encuestas y formularios. “El barrio es un sortilegio” diría Neruda. En el barrio caben todos los ritmos y todos los idiomas… el mundo, en fin. Lo hacemos entre todos y con nuestras manos, trazando más con filigrana que con cuadrículas. Grandes espacios o pequeños momentos, epopeyas y vodeviles, catástrofes y maravillas. Los barrios tienen también sus héroes y heroínas. Si acertamos en generar las condiciones, juntan sus manos para hacer una mano mayor, con la que trabajar duro y conquistar una sociedad más justa y más a su medida. El derecho al futuro, el derecho a la ciudad. Sin el concurso de los orfebres de lo social, ese anhelo de desdibuja. El análisis contrafactual suele ser demoledor: ¿qué pasaría si no estuviésemos ahí, con nuestra intuición de la oportunidad, nuestra inteligencia de lo efímero?
Así que dejemos que sigan pensando que van ganando. Ellos no conocen las reglas del tiempo. Es cierto que manejan a las mil maravillas la terquedad del cronómetro, pero perdieron el sentido de los ciclos. Al final, será el ingeniero quien haga la primera ofrenda a Metis. Ella nos inspira para tener olfato, sagacidad, flexibilidad mental, maña, atención despierta. Con ella aprendimos el sentido del acecho, del disimulo, de la seducción. Nos permite la capacidad de inventar una solución sobre la marcha, de dar con el camino más corto o el atajo más efectivo, y de esquivar al adversario con picardía. Somos capaces de perpetrar abrazos inesperados que hacen estallar las paredes de los laboratorios. Nos enamoramos en cada serendipia. Existimos, porque siempre hay algo que se escapa del guion.
