¿EL PUEBLO SALVA AL PUEBLO? El estado contra el estado de ánimo.

Bucles de imágenes épicas. Momentos emocionantes de gente ayudando a gente. Destellos que recuperan la fe en la humanidad, y certifican que siempre hay más gente buena que mala en el mundo. Es el lado “bueno” de las catástrofes.

Con el sentido de comunidad en coma, absorbido por el individualismo feroz, reconforta que por una vez, escoba en mano, personas comprometidas arriman el hombro sin importar la ideología del de al lado. Codo con codo. Hay algo en esas imágenes que nos evoca un lugar perdido en la memoria colectiva. Mejor dicho, un no-lugar, una imagen construida entre relatos de héroes y revoluciones. Fuenteovejuna naíf, pero Fuenteovejuna al fin y al cabo. Esa vibración que nos recuerda que somos fuertes si nos ponemos de acuerdo en algo.

La fuerza del eslogan se impone: el pueblo salva al pueblo. Palabras que vuelan como un hechizo. Resuenan en las esquinas de los barrios obreros. Se empiezan a imprimir camisetas. Nigromantes las susurran en los laboratorios, azuzan sus granjas de bots, y advierten que falta una palabra que transforme el hechizo en verdaderamente dañino. Una palabra que refuerza y cierra el círculo semántico: “SOLO el pueblo salva al pueblo”. Voilà. De repente la solidaridad se vuelve un arma contra el estado del bienestar. Su honda expansiva crece dopada por la ansiedad solidaria.

Bricolaje social: hágalo usted mismo, no lo deje en manos del estado. El estado de ánimo es propicio para comprar el mensaje. Hordas henchidas de buenas intenciones, alimentadas por las redes y los medios, que expresan su frustración cuando los responsables de la logística ejercen como tales, y les recuerdan que a veces menos es más. Decirle a la gente que no acudan en masa como voluntarios, o que no envíen cualquier cosa y de cualquier manera como ayuda humanitaria es situarte en el papel del Grinch. Ahí se recrudece el espejismo: ¿veis como estamos solos?

El medio es el masaje, advertía un sagaz Marshall McLuhan, viendo como se restructuraban los patrones de la interdependencia social, reconsiderando y reevaluando toda institución establecida. Los genios advierten con 60 años de antelación y siguen vigentes. “Sólo el pueblo salva al pueblo” podría firmarlo Maduro, Milei o Trump. Populistas y anarcocapitalistas bailan con los cryptomasters. La nave del misterio pasa a hipervelocidad, sospechas y fakes en máxima aceleración, pues sus nuevos benefactores le recompensarán ampliamente. Convenientemente licuado, el mensaje empieza a penetrar entre bienintencionadas gentes de izquierda.

Cualquiera que haya tenido alguna experiencia en la gestión de emergencias sabe que la ayuda desorganizada puede acarrear más problemas: colapso de vías de comunicación, alimentos en mal estado, material innecesario. La estructura estatal, desde los ayuntamientos al gobierno del estado, pasando por las autonomías, para operativizarse, tienen implícitos una serie de protocolos que son tan necesarios como engorrosos. Los sucesivos niveles de alarma marcan las competencias, y cada cosa tiene su paso.  Incluso obviando los errores de bulto, que los ha habido, las cosas no pasan con un chasquido mágico, ni con un golpe de puño de un mandatario sobre la mesa. Eso para las películas.

La trampa está servida. Harían falta más y mejores recursos públicos, y mejor administrados, pero el neoliberalismo te va a poner los pelos de punta diciéndote que “menos chiringuitos que no sirven para nada”. Traducido: menos estructuras del estado. Cuando haya menos, será más verdad lo de “estamos solos”. La profecía auto cumpliéndose. Y para entonces ya estaremos todos de acuerdo en que “todos los políticos son iguales”. Este cóctel entra solo, pero tiene muy mala resaca, particularmente para las clases medias trabajadoras. Menos estado es menos prestaciones, menos servicios, y más “búscate la vida”. El estado es nuestro lugar seguro, el de todos y todas.

Siempre es impopular gestionar una emergencia. Nunca vas a la velocidad exigida. Nunca cubres la expectativas de todólogos y cuñaos. Es difícil hacer entender que una vez el daño hecho, todo va exasperantemente lento. Los operativos no se pueden desplegar sin una mínima estructura de mando. Otra cosa es que aquí el error más gordo vino en la previa de la catástrofe, porque Roig manda más que la AEMET. La economía por encima de la vida. La libertad ayusera penetrando fuerte.

Son los recursos públicos bien administrados los que salvan al pueblo. Porque en esta emergencia hacen falta muchas manos, pero harán falta muchas más que sólo los recursos públicos pueden garantizar. ¿Quién arreglará las infraestructuras? ¿un fachinfluencer desde Andorra diciéndote que no pagues impuestos? ¿también pondrá los médicos necesarios? ¿desplegará a la UME o al ejército?. Este desastre tardará mucho en solucionarse. El fachinfluencer pronto dejará de interesarse. Las hordas de voluntarios encontrarán nuevas causas. Entonces sólo quedarán las estructuras del estado.

Sí, el pueblo salva al pueblo cada cuatro años, pero votando a los partidos que mejor gestionan las crisis, los que mejor administran los servicios públicos, cada cual con su criterio.

En defensa del Estado

Hoy los secuaces de Bannon arrecian en su bombardeo mediático. Van crecidos y exhiben ufanos  su pecho-pollo, henchido tras el episodio italiano. Tarantela lisérgica. Ebrios de victoria van, pescadores en río revuelto, sabedores  de que la superposición de dos crisis ha hecho presión sobre las grietas del estado del bienestar. La falta de expectativas, de un horizonte para nuestros hijos, el temor a que el ascensor social se atore, o baje unos pisos, hace que se incremente la percepción de inseguridad “inespecífica”, ese cenagoso poso donde se larva el miedo que lleva de manera natural al odio al diferente, al chivo expiatorio, al pobre de entre los pobres. Así se fragua una estrategia profunda, discreta y tenaz, auspiciada por los generadores de fakenews de la ultraderecha y los nacionalismos identitarios. El objetivo: desestabilizar el sistema para obtener el poder.

Para tal ceremonia de la confusión preside el ara el ídolo del bricolaje, del “hágalo usted mismo”: sea usted su propia policía, procúrese su propio médico, pague usted a sus hijos un prestigioso colegio, no sea que llegue el juicio final y a usted y su prole les toque en el bando perdedor. De ahí el pasmoso crecimiento de esa derechona pseudo libertaria. A ellos les da igual desballestar el estado del bienestar, les da igual el desprestigio de las instituciones (vean el espectáculo de los jueces), se revuelcan bien en el lodo argumental de las redes. Por eso entran con alegría en la subasta a la baja de los tributos, que irremediablemente merma al Estado su capacidad de garantizar el bienestar de las clases medias y trabajadoras. Les da lo mismo si se infantilizan los argumentos, si se distancia el ciudadano medio de las administraciones de las que dependen sus servicios básicos universales. La desafección no es un problema, es un objetivo. Están aquí para desmontarlo todo, y por eso parece que todo les resbala, porque es así.

El repunte de la preocupación ciudadana en relación con la seguridad es inducido y premeditado, así como la depauperización de los servicios públicos esenciales: degradar la sanidad y la educación, induciendo al común de los mortales a buscar lo que los ricos ya tienen, una opción privada. Imagínense los estándares de desprecio de las empresas suministradoras de servicios hacia sus usuarios, aplicados a los servicios públicos. No eres nadie si no eres premium. Y ya sabemos como acaba la historia: sin blanca para poder pagarte la insulina.

Mienten. Y lo hacen sin miramientos. Y sin vergüenza, porque hace tiempo que en sus laboratorios descubrieron que mentir no penalizaba. La realidad es aburrida, y exigente. La mentira es dulce y se acopla como un guante a lo que quiero oír. Desde siempre hemos coexistido con mercachifles que nos proponían el crecepelo infalible, pero en la época de la hipérbole el smartphone nos los cuela en cada comida familiar, en cada tertulia en el bar, en cada reunión del colegio…

Pero les doy una mala noticia. Mala para “ellos”, claro. Se equivocan quienes piensan que la ultraderecha campa o va a campar alegremente por Europa. Son una inmensa mayoría los gobiernos moderados en la Unión. Por lo menos 17 países cuentan con gobiernos que van desde el centro izquierda, al centro derecha. Y otrosí: los resultados siguen sumando un gran porcentaje de votantes de izquierda, en ocasiones dispersos, en otras directamente confrontados, pero muy importantes en número. Por lo tanto, guarden de momento las trompetas, que el apocalipsis todavía no llegó.

Son tiempos duros, incómodos para esa izquierda pijiprogre de los unicornios y el delirio woke, que haría bien en arremangarse. Tarde se han percatado de que todo el resto no puede ser nazi, facha y/o paleto. La izquierda que pide trinchera sólo para luchar contra el fascismo aburre, entristece y no recibe votos. Básicamente porque también miente, pero lo hace peor. Desde el buenismo o el fraccionamiento en mini-causas, pasando por su adanismo o la fascinación inexplicable por los nacionalismos periféricos, todo lo que aleje a la izquierda de las cosas del comer, de la redistribución de la riqueza, la erosiona terriblemente. El mundo no es twitter, por suerte.

El momento es grave, con un sistema democrático desprestigiado por errores propios y ajenos, en un panorama de importantes desigualdades. Un caldo de cultivo perfecto para que avancen los discursos del odio, el miedo y el resentimiento. Debemos detenerlos, pero para eso no hace falta gritar más fuerte, ni tenerla más grande (la pancarta, digo).

Vamos a contracorriente, y llegamos ligeramente tarde. Se hace necesario abordar las causas profundas sobre las que se sustentan  estos epifenómenos populistas. Y de ahí la defensa sin fisuras del Estado.

El Estado social debe ser nuestra zona de confort común. Debe contribuir a reducir los factores de vulnerabilidad a nivel individual y colectivo. No quiero buscarme la vida para estar más seguro, quiero que lo hagamos desde el sistema, con todas las garantías, para el bien común. La izquierda sin complejos levanta la bandera de la seguridad: una seguridad integral, que incorpora tanto la necesidad de mantener nuestra integridad material, física, psicológica, como la necesidad de mantener nuestra dignidad, nuestras expectativas dignas de futuro.

Frente al populismo fiscal, una fiscalidad más progresiva que beneficie a las rentas medias y bajas, en detrimento de las grandes fortunas. Un sistema impositivo cabal, progresivo y solidario. Respuestas moderadas, serenas, inclusivas y nítidas. Medidas que den respuesta a las necesidades sin polarizar, sin recorrer a posicionamientos histriónicos, sin postureos. Y sobre todo, sin ofrecer fórmulas mágicas y sencillas para problemas terriblemente complejos.

El Estado es la zona segura de los que no nos podemos permitir que la seguridad, la limpieza, la educación o la sanidad dependan de cuan llena suene nuestra bolsa. Unos buenos servicios públicos son la mejor protección de la clase media y trabajadora. Defender al estado es defendernos a nosotros, a nuestros mayores y a nuestros hijos.