En el fondo nos encandilan los apocalipsis. Queremos ser el cornicen que anuncie la desolación a todo pulmón. Un poquito del fin del mundo (no todo, no sea que nosotros también fenezcamos) nos evoca quizá la expiación de los pecados de nuestra civilización. Estamos profundamente influidos por la estética Mad Max y del final de los tiempos en el cine, el cómic y las series, siempre inspirador. Nuestras sociedades oscilaron en algún momento desde el optimismo “hacia el lado opuesto, hacia el polo de expectativas distópicas fatalistas” (Bauman). Es por eso que nos regocijamos en el morbo apocalíptico.
La sociedad de la hipérbole lo es también para propagar la paranoia. La alerta sanitaria que conlleva la posibilidad de una pandemia mundial es un detonante sordo para las cloacas de nuestra conciencia. Ya pasó en los inicios del SIDA, que para muchos semejaba una plaga divina sobre homosexuales y drogadictos. El miedo siempre es el mejor de los acicates para el odio. El odio siempre es la mejor de las expresiones del pavor que lacera nuestro ser más profundo y primitivo.
Cuando al miedo de nuestras expectativas, lastradas por la avería del ascensor social y por el paisaje roto que deja una crisis, se le suman otros miedos, como puede ser el de una epidemia, los monstruos comienzan a emerger. Cuando estos miedos se pueden focalizar sobre un colectivo, sobre el que pesan estigmas, zonas opacas que refractan al conocimiento, tenemos un chivo expiatorio de manual. Así la comunidad china pasa a ser sospechosa de ser portadora de una enfermedad que podría afectarnos a nosotros, a nuestros hijos, a nuestros mayores. Crecen entonces esas miradas de desconfianza. Esas que se nos escapan a todos. Los comentarios espetados de soslayo anuncian brechas que se ensanchan: “yo voy a estar una temporada sin comprar en el chino…”. No hay pues, en estas reacciones, ni un ápice de racismo ideológico. Es algo más atávico.
Las asociaciones representantes de la ciudadanía de origen chino en Barcelona o Santa Coloma de Gramenet, han suspendido los actos del Año Nuevo Chino. No hay detrás de esta decisión nada que tenga que ver, directamente, con la alerta sanitaria. Hay mucho que tiene que ver directamente con la alarma ciudadana focalizada sobre un colectivo. Pesa sobre nuestras conciudadanas y conciudadanos chinos una presión dura que deja un poso de melancolía. No hay muchas ganas de celebrar nada, y es lógico. Todo el proceso de expansión del virus es doloroso desde muchos puntos de vista, uno de ellos la autoestima y el orgullo de una sociedad poco individualista. China está triste. Ergo los catalanes y catalanas de origen chino están tristes también, y también tienen miedo. Parecería que lo mejor es tirar para adelante y celebrar como si no hubiera pasado nada. Pero es preferible aparcar las grandes celebraciones que tener que soportar que mañana alguien señale a la comunidad, ante el primer caso confirmado.
La paranoia del 2019-nCoV ha dejado sin mascarillas las farmacias de diversos puntos de España. Pero más allá de esto, que al final repercute en positivo en el bolsillo del fabricante, dejarnos llevar supone una jalea rica en alimento para otra enfermedad quizás más letal que cualquier virus.
racismo


Ni racistas ni buenistas. Por una reflexión serena y responsable sobre la inmigración.
Para bien o para mal, la mayor parte de veces para mal, la situación de las personas de origen extranjero que eligen nuestra tierra como lugar de paso o para establecer un nuevo proyecto vital acapara buena parte de los discursos políticos, incluidas las discusiones tabernarias, familiares o las disquisiciones de sesudos gabinetes.
Algo huele a precario en la incipiente experiencia en materia de acogida y gestión de la diversidad que se impulsa desde los diversos niveles del estado y de una voluntariosa sociedad civil. Es cierto que ya se acumula know how, que hemos recopilado pistas para dibujarnos planes y programas, y que contamos con un cúmulo de buenas y malas prácticas que configuran un acervo interesante. Y no es menos cierto que el encorsetamiento de lo “políticamente correcto”, especialmente en el ámbito de la izquierda no ha permitido un necesario y sereno debate. Hemos dejado flancos inquietantes al descubierto.
En la antesala de una nueva oleada migratoria, que sostendrá nuestro sistema ante los desequilibrios demográficos de un occidente envejecido, bueno será que nos tomemos un tiempo para dilucidar las implicaciones del fenómeno en todos los órdenes a los que afecta, que no son pocos: progreso económico y calidad de vida, desigualdades y desequilibrios del estado del bienestar, auge de los nacional populismos, construcción de identidades inclusivas, nuevos pactos de convivencia en diversidad… Un desafío para el que necesitaremos mucho trabajo de fondo, sostenido y audaz, en el que poco o nada ayudan los antiracismos de manifiesto, pancarta y megáfono.
Vamos a empezar por lo obvio:
- Todas las doctrinas de superioridad racial son burdos intentos de enfrentar a pobres contra pobres, provocando o fortaleciendo los desequilibrios en las relaciones de poder de unos colectivos sobre otros. Son científicamente absurdas, moralmente deleznables y socialmente injustas.
- La incorporación de la ciudadanía de origen extranjero, mayoritariamente de extracción social baja, ha hecho presión sobre las grietas del estado del bienestar. La inmigración no es un problema, pero en algunos aspectos la vida social se problematiza con su incorporación. Persistir en negarlo nos hace parte del problema.
Guerra entre parias
Los extranjeros y las extranjeras que llegan han tenido que soportar en mayor medida las penurias de la crisis económica, y esto no ha favorecido su plena incorporación. Mal negocio para la deseada integración bidireccional, el vínculo potente de la ciudadanía con el proyecto colectivo que es un barrio, una ciudad, o una nación, y sin el cual es impensable la convivencia.
Imagínense el cuadro de vectores que influyen sobre una persona extranjera: a la fuerza gravitatoria que arrastra hacia abajo a la clase trabajadora en general en esta salida de la crisis ante la avería del ascensor social (su poder adquisitivo real habrá bajado como poco un 15% en los últimos años) súmenle otro vector negativo, fruto de los efectos de la llamada “asimilación descendente” (las siguientes generaciones tienen más dificultades para mantener el estatus socieconómico de partida), lo que multiplica la velocidad de caída, y algo más si resulta que el colectivo son jóvenes o mujeres, sobre los que pesa la yuxtaposición de diversos ejes de discriminación. Si además añadimos una resistencia expresada en términos de aculturación, que mina los pilares del individuo conduciendo a la desagregación, y otros factores en la órbita del síndrome de Ulises, tenemos un cóctel perfecto para que se traspase el límite del desapego, ese punto en el que se duda del autoreconocimiento como miembro de una sociedad.
Un dato que ilustra el amargo caldo de desigualdades en el que tenemos que cocinar una nueva convivencia es que si el riesgo de pobreza de la población autóctona en Catalunya ronda el 15%, el de la población de origen extranjero es del 40%. No es de extrañar que en determinados colectivos haya penetrado con facilidad un discursos victimista, al que una parte de la izquierda se suma con ese antirracismo “de la voz y el gesto”, pueril y “bienqueda”.
Por otro lado, vastos sectores de la población “autóctona” se encuentran en tierra de nadie. Les vendieron que eran clase media y les mintieron. Como no son pobres, no acceden a las ayudas. A la dificultad por llegar a final de mes se le suman los malabarismos de la conciliación. Se sienten olvidados, y tienen algo que perder, así que se defenderán. Si cuando expresen sus miedos les tratamos de racistas, los perderemos irremediablemente.
En este marco se hace evidente la competición por los beneficios sociales del estado del bienestar, y resurgen los movimientos que reclaman la “preferencia nacional” (los catalanes o los españoles primero), convirtiendo el temor, la desigualdad y la incertidumbre en acicates de la lucha entre sujetos de una misma clase social. La guerra sin cuartel de parias contra parias. A pesar de contribuir con creces lo que reciben, se impone la percepción de que los inmigrantes compiten con los autóctonos por los recursos del estado del bienestar, y reflejan el lugar al que éstos últimos no quieren volver. El racismo convence conectando con los intereses egoístas, ideales patrióticos más o menos trasnochados, y la necesidad de seguridad. El discurso antirracista va a menudo a remolque. Como todo en esta vida los discursos extremos pro/anti se responden, se explican mutuamente y se retroalimentan (aunque ello no los sitúe en la misma escala moral).
Un juego de artesanía e ingeniería
El asistencialismo mecánico de las políticas sociales, de su parte más troncal (educación, salud, protección social), se le ha de dotar de más recursos. Debemos garantizar el mantenimiento de una renta suficiente para la vida digna. Para esa mecánica dura necesitaremos ingenieros e ingenieras.
Pero no será suficiente. Debemos hacer florecer también la otra parte del estado del bienestar. Una parte más soft, pero que genera la nebulosa de espacios que devienen por sí mismos transformadores (espacio o esfera pública desde la mirada de Habermas, como espacios de comunicación e intercambio simbólicos). Zapadores en pos de los encuentros improbables, nuevas narrativas, nuevos relatos alejados del buenismo, impregnados de los retos que nos unen. También nuevas colaboraciones entre lo público y lo privado, que alumbren nuevas oportunidades más allá de los fuegos de artificio y las paupérrimas acciones de RSC. Revalorización, reconocimiento y legitimación de todas las partes para construir un nosotros plural; oportunidades de formación, de participación política y de relación social; espacios públicos amables y útiles; acciones a medio abierto, acompañamiento y acogida… para toda esta orfebrería necesitaremos artesanos y artesanas.
Requerimos evaluaciones serias que saquen de la intangibilidad a los proyectos sociales. Exigir resultados, no discursos. Buscar la excelencia. Ver dónde se sobreinterviene, y qué sectores de la población quedan sistemáticamente fuera de todo programa.
Tocará también ser eficaz desde el punto de vista comunicativo, tomar la iniciativa para explicar que diversidad es creatividad y progreso, que una buena política migratoria es también una buena política para el mantenimiento del sistema de pensiones. Hay que dejar de estar a la defensiva para afirmar que murió el mantra que nos decía que la desigualdad es un precio a pagar por la eficiencia del sistema. Debemos exponer que la creciente brecha de desigualdad frena el crecimiento económico a largo plazo (las economías desiguales son menos competitivas); que no es un problema de escasez, sino de redistribución; que si sufren siempre los mismos no es buen negocio para el conjunto de la sociedad. Que necesitamos más políticas predistributivas y redistributivas, y que todo lo demás son paparruchas.
Nos adentramos en un momento de aceleración, expansión e intensificación de conflictos en contextos de elevada diversidad. El prejuicio parece extenderse, y la práctica demuestra que no es suficiente munición armarse con indicadores, datos, o un ejército de fact-checkers. Si el marco mental explica la realidad a partir de una amenaza interna llamada inmigración, los argumentarios chocarán contra una pantalla invisible, impidiendo modificar las estructuras prefijadas. Sólo nos queda fortalecer el estado del bienestar y presentarlo como el espacio de seguridad para todos y todas.
Ya dije hace un tiempo que la nuestra es una sociedad de elevada tolerancia a los populismos y que todavía tenemos que ver una xenofobia particularmente descarnada y obscena, como nunca la habíamos visto. Si las instituciones parecen tabernas, las tabernas serán campos de batalla. Ojo, porque una nueva desaceleración mundial nos va a pillar recomponiéndonos todavía de la crisis. Nuestra economía tiene algunos hechos diferenciales que harán las delicias de los populismos, siempre al acecho de un buen chivo expiatorio sobre el que volcar todos nuestros males y frustraciones, individuales y colectivas. El paro de larga duración, la mayor tasa de empleo temporal y el aumento de la desigualdad y la pobreza nos destaca de la media de los países desarrollados, con el agravante de que estos tres factores afectan especialmente a los jóvenes. Toca pues salir de la pancarta y coger pico y pala. Luces largas y trabajo de proximidad para poner barricadas más útiles que las que se construyen con neumáticos en cualquier manifa. Nos va mucho en ello.

Xenofòbia: el pèndol del populisme post-procés
El procés ha copat les quotes de populisme dels discursos, bé sigui per l’exacerbació a favor o en contra. Enrere ens ha deixat un erm panorama ple de construccions maniquees, distorsions, cosificacions de l’altre… Un bon grapat de ciutadanes i ciutadans s’han convençut que la “seva” postveritat era La Veritat, i que això impel·lia, per una sort de llei de la selecció natural, a l’extinció o la irrellevància de les postures contràries. De ben poc han servit els arguments més racionals, d’una banda o una altra. Els matisos han mort. El dubte és traïció. Les terceres vies són durament castigades a les urnes.
Els perversos algoritmes de les xarxes han estat coadjuvants de la situació, fent-nos emmirallar en continguts propers a les nostres afinitats, actuant com a caixes de ressonància per donar-nos la raó. La temptació del bloqueig i l’unfollow és molt gran.
Hem generat anticossos per conviure diàriament amb la manipulació d’uns i altres. Ja no ens espanta la mentida feta titular. Les piulades ofensives han passat a ser part de la nostra vida quotidiana. La opinió s’ha menjat la informació. Aplaudim els mestres de la prestidigitació, els venedors de fum. Som adoradors exacerbats de la religió del zasca. Amb tot, el resultat és que ens hem convertit en una societat d’elevada tolerància als populismes.
Però el cas és que, tard o d’hora, el debat entre nacionalisme central i nacionalisme perifèric, que tants rèdits ha donat a polítics mediocres i il·luminats, acabarà perdent punch a les tertúlies quotidianes i, en paral·lel, als mitjans. Ja es nota una certa fatiga de materials. I llavors què? Tothom pot intuir la llei universal que apunta la necessitat que té tot buit d’omplir-se de nou. Així passa amb les modes, i també passarà amb l’enorme espai guanyat pel populisme: un populisme serà substituït per un altre.
I com s’omplirà el buit deixat per la dialèctica immobilisme vs. independència? Aquí va una predicció, tant de bo m’equivoqui: serà la xenofòbia, en una forma descarnada i obscena com mai no l’hem vist al nostre país, qui protagonitzarà l’eix dels nostres debats públics i privats. Trumpisme d’aquí i d’allà. Així ha passat al nostre entorn més homologable, sense anar més lluny a les darreres eleccions italianes. Fins ara ens hem lliurat perquè estàvem obnubilats, pensant que la nostra miserable disputa era el centre de l’univers. El món ens mira, dèiem.
Però dintre de poc les mentides que deglutirem amb entusiasme seran sobre la maldat dels musulmans, sobre allò que ens estan robant els immigrants en lo material i en lo cultural, sobre la tendència de determinades cultures a maltractar dones o infants, sobre la usurpació de l’estranger pobre i el llast que la seva pobresa representa per al nostre minvat estat del benestar. Ells i elles, novinguts o ja no tant però diferents, esdevindran el punt de mira a on projectar les nostres frustracions com a societat. Ja ha passat altres vegades, però mai en la història recent no havíem sigut tan permeables al deliri.
Dubto que es pugui evitar, però fora bo que especialment a l’àmbit de les ciutats es reforcin les iniciatives per tal de construir un relat, un nou marc mental que vinculi diversitat i harmonia, convivència i progrés social i econòmic. Potser així podem fer un dic, perquè l’onada serà gran, tant com els populismes presents i passats, o potser més.