Cicatrices

La vida enseña que las personas con cicatrices son más de fiar que las que mantienen su epidermis como el primer día, ajena a las laceraciones propias de la existencia. Quizás lo mismo ocurre con las sociedades.

Cuando todo esto pase (ojo que igual es la frase del año) todos tendremos cicatrices. Pérdidas personales, familiares o amigos, y pérdidas económicas se revuelven bajo la carcasa de memes y nos dejan el poso amargo. La sociedad naïf e infantilizada se hace mayor, como todos nosotros, a hostias. La pseudo espiritualidad no aguanta un combate cara a cara con la muerte.

Sentirse mortal y frágil es la mayor de las fortalezas. Nos ofrece la enorme gracia de atisbar la medida de nuestra provisionalidad. Nos ayuda a escalar de otra manera nuestras prioridades, a ecualizar deseos y a medir nuestra sensiblería más ñoña. Estar aquí-y-ahora pasa a ser lo único. Y esa verdad nos hace gigantes.

No pretendo usurpar a las cohortes de estupendos en sus sesudos debates sobre la sociedad post-Covid. No subvertiré el orden de sus chiringuitos. Tan sólo auguro un despertar de luz serena y transformadora. En ese renacer más grave no faltará la coña ni el cachondeo. Tal cosa sería contra natura. Más habrá una sombra sobre el eco de nuestra risa, como los chistes de velatorios.

Se erizará la piel como siempre al sumergirnos en unos ojos de miel y mar. Nos abrazaremos hasta que cruja la espalda. Nos besaremos mientras apretamos nuestras frentes. Tomaremos ese gintonic que nos debemos, faltaría más, pero seguro que en algún momento, alguno de nosotros, clava la mirada en ninguna parte y se ensimisma en los girones que nos hemos dejado en esta lid. Llámale consciencia. De buen seguro nos hará más de fiar.

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Soy del antiguo régimen

Qué le vamos a hacer. Soy vintage, viejuno. Procuro tener principios sólidos para moverme en la sociedad que dicen líquida. Me gusta la comida reconocible, las cenas románticas y las fiestas sorpresa. El olor de las velas y del incienso. Los libros de papel y las zapatillas de cuadros.

Creo que en los clásicos está todo drama y comedia, toda epopeya y arquetipo, y que cualquier obra posterior no es más que un remake más o menos afortunado. Igual que encuentro en los grandes libros de todas tradiciones las mismas simples verdades que alumbran al ser humano. Aun así me encantan las historias de intrigas y aventuras, de amores y muertes, y espero con ansia la temporada final de Juego de Tronos. Tengo mis contradicciones, ellas me conforman y me moldean. La vida es la lucha por superar esa dualidad.

Me gusta más deliberar que votar, seducir que provocar. Creo que el derecho a decidir va detrás de la virtud de consensuar. Me gusta la finezza y la esgrima argumental, más que la cultura del zasca y el mandoble. Soy de matices, de silencios llenos de contenido, de miradas cómplices, de partida de póquer.

Reconozco el valor de la palabra dada y de los apretones de manos. Deliberaciones tabernarias cargadas de humo, encendidas al calor espirituoso, y los acuerdos sottovoce, adornados con susurros llenos de honor. El brindis de los caballeros y las amazonas avezados de cien batallas tiene más poder que el decreto.

Contar a los amigos de vez en cuando. A veces pocos, a veces demasiados. A los de verdad no les ha faltado un grito, un insulto o una palabra fuera de lugar. Es así, para qué discutir entre colegas si lo podemos arreglar a hostias. Si no sabéis lo bien que sienta un bofetón, físico o virtual, de un amigo es que no habéis tenido ninguno.

Procuro defender a los míos pero sin autofelarnos. A mí no me encontraréis entre los silencios cómplices, aunque sorprenda a los mediocres y saque de sus casillas a los abusones. Antes de contemporizar, uno cumple con su deber si hace falta con una opinión incómoda. Más de una vez me robaron el bocadillo por ello. Me gusta la disciplina, y la lealtad bien entendida, que es esa que no aplaude cuando el Rey va desnudo, pero tampoco lo grita. Prefiero la estrategia a la táctica, y las cicatrices a las sonrisas prefabricadas. Las caras a los avatares.

Creo que las aptitudes son subordinadas de las actitudes, así que nunca me contrataréis por mi currículum, sino por mis ganas. Me gustan los acrósticos y las claves, los símbolos, los ruedos y arrobarme en los altares. Destrozar laboratorios. El acecho y la espera. Me gusta rondarte, y cazar besos furtivos en los labios de toda la vida. Lo he descubierto tarde, y es posible que no les importe un pimiento, pero descarga mucho saber que, simplemente, soy del antiguo régimen, un anacronismo, un accidente.antiguedades1

Ni racistas ni buenistas. Por una reflexión serena y responsable sobre la inmigración.

Para bien o para mal, la mayor parte de veces para mal, la situación de las personas de origen extranjero que eligen nuestra tierra como lugar de paso o para establecer un nuevo proyecto vital acapara buena parte de los discursos políticos, incluidas las discusiones tabernarias, familiares o las disquisiciones de sesudos gabinetes.

Algo huele a precario en la incipiente experiencia en materia de acogida y gestión de la diversidad que se impulsa desde los diversos niveles del estado y de una voluntariosa sociedad civil. Es cierto que ya se acumula know how, que hemos recopilado pistas para dibujarnos planes y programas, y que contamos con un cúmulo de buenas y malas prácticas que configuran un acervo interesante. Y no es menos cierto que el encorsetamiento de lo “políticamente correcto”, especialmente en el ámbito de la izquierda no ha permitido un necesario y sereno debate. Hemos dejado flancos inquietantes al descubierto.

En la antesala de una nueva oleada migratoria, que sostendrá nuestro sistema ante los desequilibrios demográficos de un occidente envejecido, bueno será que nos tomemos un tiempo para dilucidar las implicaciones del fenómeno en todos los órdenes a los que afecta, que no son pocos: progreso económico y calidad de vida, desigualdades y desequilibrios del estado del bienestar, auge de los nacional populismos, construcción de identidades inclusivas, nuevos pactos de convivencia en diversidad… Un desafío para el que necesitaremos mucho trabajo de fondo, sostenido y audaz, en el que poco o nada ayudan los antiracismos de manifiesto, pancarta y megáfono.

Vamos a empezar por lo obvio:

  • Todas las doctrinas de superioridad racial son burdos intentos de enfrentar a pobres contra pobres, provocando o fortaleciendo los desequilibrios en las relaciones de poder de unos colectivos sobre otros. Son científicamente absurdas, moralmente deleznables y socialmente injustas.
  • La incorporación de la ciudadanía de origen extranjero, mayoritariamente de extracción social baja, ha hecho presión sobre las grietas del estado del bienestar. La inmigración no es un problema, pero en algunos aspectos la vida social se problematiza con su incorporación. Persistir en negarlo nos hace parte del problema.

Guerra entre parias

Los extranjeros y las extranjeras que llegan han tenido que soportar en mayor medida las penurias de la crisis económica, y esto no ha favorecido su plena incorporación. Mal negocio para la deseada integración bidireccional, el vínculo potente de la ciudadanía con el proyecto colectivo que es un barrio, una ciudad, o una nación, y sin el cual es impensable la convivencia.

Imagínense el cuadro de vectores que influyen sobre una persona extranjera: a la fuerza gravitatoria que arrastra hacia abajo a la clase trabajadora en general en esta salida de la crisis ante la avería del ascensor social (su poder adquisitivo real habrá bajado como poco un 15% en los últimos años) súmenle otro vector negativo, fruto de los efectos de la llamada “asimilación descendente” (las siguientes generaciones tienen más dificultades para mantener el estatus socieconómico de partida), lo que multiplica la velocidad de caída, y algo más si resulta que el colectivo son jóvenes o mujeres, sobre los que pesa la yuxtaposición de diversos ejes de discriminación. Si además añadimos una resistencia expresada en términos de aculturación, que mina los pilares del individuo conduciendo a la desagregación, y otros factores en la órbita del síndrome de Ulises, tenemos un cóctel perfecto para que se traspase el límite del desapego, ese punto en el que se duda del autoreconocimiento como miembro de una sociedad.

Un dato que ilustra el amargo caldo de desigualdades en el que tenemos que cocinar una nueva convivencia es que si el riesgo de pobreza de la población autóctona en Catalunya ronda el 15%, el de la población de origen extranjero es del 40%. No es de extrañar que en determinados colectivos haya penetrado con facilidad un discursos victimista, al que una parte de la izquierda se suma con ese antirracismo “de la voz y el gesto”, pueril y “bienqueda”.

Por otro lado,  vastos sectores de la población “autóctona” se encuentran en tierra de nadie. Les vendieron que eran clase media y les mintieron. Como no son pobres, no acceden a las ayudas. A la dificultad por llegar a final de mes se le suman los malabarismos de la conciliación. Se sienten olvidados, y tienen algo que perder, así que se defenderán. Si cuando expresen sus miedos les tratamos de racistas, los perderemos irremediablemente.

En este marco se hace evidente la competición por los beneficios sociales del estado del bienestar, y resurgen los movimientos que reclaman la “preferencia nacional” (los catalanes o los españoles primero), convirtiendo el temor, la desigualdad y la incertidumbre en acicates de la lucha entre sujetos de una misma clase social. La guerra sin cuartel de parias contra parias. A pesar de contribuir con creces lo que reciben, se impone la percepción de que los inmigrantes compiten con los autóctonos por los recursos del estado del bienestar, y reflejan el lugar al que éstos últimos no quieren volver. El racismo convence conectando con los intereses egoístas, ideales patrióticos más o menos trasnochados, y la necesidad de seguridad. El discurso antirracista va a menudo a remolque. Como todo en esta vida los discursos extremos pro/anti se responden, se explican mutuamente y se retroalimentan (aunque ello no los sitúe en la misma escala moral).

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Un juego de artesanía e ingeniería

El asistencialismo mecánico de las políticas sociales, de su parte más troncal (educación, salud, protección social), se le ha de dotar de más recursos. Debemos garantizar el mantenimiento de una renta suficiente para la vida digna. Para esa mecánica dura necesitaremos ingenieros e ingenieras.

Pero no será suficiente. Debemos hacer florecer también la otra parte del estado del bienestar. Una parte más soft, pero que genera la nebulosa de espacios que devienen por sí mismos transformadores (espacio o esfera pública desde la mirada de Habermas, como espacios de comunicación e intercambio simbólicos). Zapadores en pos de los encuentros improbables, nuevas narrativas, nuevos relatos alejados del buenismo, impregnados de los retos que nos unen. También nuevas colaboraciones entre lo público y lo privado, que alumbren nuevas oportunidades más allá de los fuegos de artificio y las paupérrimas acciones de RSC. Revalorización, reconocimiento y legitimación de todas las partes para construir un nosotros plural; oportunidades de formación, de participación política y de relación social; espacios públicos amables y útiles; acciones a medio abierto, acompañamiento y acogida… para toda esta orfebrería necesitaremos artesanos y artesanas.

Requerimos evaluaciones serias que saquen de la intangibilidad a los proyectos sociales. Exigir resultados, no discursos. Buscar la excelencia. Ver dónde se sobreinterviene, y qué sectores de la población quedan sistemáticamente fuera de todo programa.

Tocará también ser eficaz desde el punto de vista comunicativo, tomar la iniciativa para explicar que diversidad es creatividad y progreso, que una buena política migratoria es también una buena política para el mantenimiento del sistema de pensiones. Hay que dejar de estar a la defensiva para afirmar que murió el mantra que nos decía que la desigualdad es un precio a pagar por la eficiencia del sistema. Debemos exponer que la creciente brecha de desigualdad frena el crecimiento económico a largo plazo (las economías desiguales son menos competitivas); que no es un problema de escasez, sino de redistribución; que si sufren siempre los mismos no es buen negocio para el conjunto de la sociedad. Que necesitamos más políticas predistributivas y redistributivas, y que todo lo demás son paparruchas.

Nos adentramos en un momento de aceleración, expansión e intensificación de conflictos en contextos de elevada diversidad. El prejuicio parece extenderse, y la práctica demuestra que no es suficiente munición armarse con indicadores, datos, o un ejército de fact-checkers. Si el marco mental explica la realidad a partir de una amenaza interna llamada inmigración, los argumentarios chocarán contra una pantalla invisible, impidiendo modificar las estructuras prefijadas. Sólo nos queda fortalecer el estado del bienestar y presentarlo como el espacio de seguridad para todos y todas.

Ya dije hace un tiempo que la nuestra es una sociedad de elevada tolerancia a los populismos y que todavía tenemos que ver una xenofobia particularmente descarnada y obscena, como nunca la habíamos visto. Si las instituciones parecen tabernas, las tabernas serán campos de batalla. Ojo, porque una nueva desaceleración mundial nos va a pillar recomponiéndonos todavía de la crisis. Nuestra economía tiene algunos hechos diferenciales que harán las delicias de los populismos, siempre al acecho de un buen chivo expiatorio sobre el que volcar todos nuestros males y frustraciones, individuales y colectivas. El paro de larga duración, la mayor tasa de empleo temporal y el aumento de la desigualdad y la pobreza nos destaca de la media de los países desarrollados, con el agravante de que estos tres factores afectan especialmente a los jóvenes. Toca pues salir de la pancarta y coger pico y pala. Luces largas y trabajo de proximidad para poner barricadas más útiles que las que se construyen con neumáticos en cualquier manifa. Nos va mucho en ello.

Bienestar

 

Nosostros sostenemos el mundo

“De ahí que un género duro somos y avezado en sufrimientos y pruebas damos del origen de que hemos nacido”. Ovidio, Las Metamorfosis.

Psychenautas hacia el negro absoluto. Un negro profundo y acaparador. Hojarasca a merced de la corriente, buscando trascender para comprender el río. Así surgimos del caos, vibrando hasta encontrar nuevos asideros.

Somos los colegas de Sísifo, expertos en restañar futuros; hormigas que alucinan con las luciérnagas. Protestamos vehementes, nos rebelamos, fracasamos y morimos desmembrados. Para renacer de nuevo intentando descifrar los códigos de esa mirada, tan breve como lacerante, que nos unge de miel y mar.

Somos de esa especie capaz de transmutarse en levadura o en argamasa. Priapistas o coribantes, según conviene. Sabemos que el sueño es el hermano de la muerte, y por eso rondamos a uno y a otra indistintamente. Hacemos cabriolas en la quilla de un destino que no nos corresponde. Y sumamos islas desiertas a cada naufragio.

Tenemos semidioses que murmuran letanías olvidadas, sacramentos arrebatados. Contamos con las aguas del diluvio, para que tenga sentido tanta arca. Sabremos, llegado el caso, surfear por el horizonte de sucesos. Al fin y al cabo, son los nuestros los túmulos de más enjundia, y son nuestras las aras sobre las que el incienso ciñe el talle de la concordia. Poseemos la piedra del certamen y los juegos. Y un buen día será de nuestro arco la punta que rasgará las ataduras.

Seguimos ahí, de pie entre las ruinas. Apostados ante el umbral, invocando la palabra de paso cada amanecer. Dispuestos a crecer con la epopeya. No lo olvides: somos nosotros los que sostenemos el mundo. Los que sonreímos cuando andamos quebrados por dentro.

Cuando cae el escenario, el tramoyista es el único que aprende.

SomosNosotros1-01

Así que la suerte era esto

 

«…Volver, pasados los años,
hacia la felicidad
—para verse y recordar
que yo también he cambiado.»

Gil de Biedma.

 

Dice la radio que hoy hay bote en no sé qué sorteo. Cuando compramos un número de lotería se pone en marcha el mecanismo del cuento de la lechera. Lo acariciamos en un ritual íntimo mientras nuestra mente divaga. Podemos incluso estirar absurdamente el momento tardando días o semanas para comprobar el resultado, en un afán enfermizo por postergar la llegada del desenlace. Procrastinamos el sueño.  Nos sentimos bien en ese limbo. De ahí el éxito de los juegos de azar.

Recuerdo a Alfredo Kraus sonando en el radio cassette del 127 de mi padre: “Con la fortuna me he desposado; buena compañía para ser soldado”. La Fortuna es mujer fuerte que no entiende de lamentos. Es más compañera de pendencieros que de llorones.

Nuestras historias, más o menos afortunadas, nos convierten en ríos de remansos, meandros y turbulencias. Será por eso que la diosa Tique, el equivalente griego de Fortuna, con el poder de decidir el destino de cualquier mortal, era hija de Océanos y de Tetis, titánide y diosa de las aguas dulces. Agua. Somos agua. Y nuestra suerte acuática.

Ensimismados tardamos en darnos cuenta de que ya nos tocó el gordo. Que la suerte era esto. La oportunidad de picar en la puerta del cielo, aunque se nos vete el paso. Haber llegado hasta El Umbral. No cantar victoria, pero sí tararearla con media sonrisa. Rescatar la rebelión. Contar con la clarividencia. Inventar palabras nuevas para lo nunca visto. Malversar besos y abrazos.

Es una suerte poderte mirar profundo como los ojos del primer hombre. Dibujar tu nombre con tierra y sangre en la penumbra de lo más profundo de mi caverna. Celebrarte. Rondarte. Imaginar cómo trazabas el número sagrado en la orilla, en un instante perdido en el tiempo.

Con toda esa suerte pude encontrar a mi musa detrás de una taza de café y tesoros, como los que guardan los mandiles de las abuelas. Pudimos hacer de unos instantes lugares privilegiados. Compartimos el pan y el vino, mucho vino, con los no vencidos. Desbrozamos juntos el ímpetu que revienta el pecho como si nada.

Así que la suerte era esto. Ver cómo sostiene la luz de tu mirada un día intenso. Soñarte . Bailar con tu siringa. Navegar en un barco de papel repleto de mis versos. Garabatear mi cuaderno de viaje. La suerte, como la vida, es una larga espera.

Fortuna

 

Los nacionalismos y la cinta de Möbius

La cinta “unilateral” de Möbius es como un engendro, un monstruo geométrico. Se obtiene seccionando un anillo cilíndrico de papel y pegando los dos extremos después de haber doblado uno de ellos.

Una hormiga que circule por esta cinta unilateral recorrerá toda la superficie de la cinta volviendo al mismo punto después de dos vueltas. En esas andamos. Volviendo de nuevo al punto inicial después de unas cuantas vueltas.

Los nacionalismos español y catalán han generado un marco mental que es un bucle helicoidal. Tiene pinta de infinito, pero no lo es, es plano y bidimensional. La paradoja de la cinta de Möbius se explica por el hecho de que, aun cuando la cinta sea unilateral desde el punto de vista de la pobre hormiga, o de un solo lado, en realidad a cada punto corresponden de cualquier modo dos superficies, un revés y un derecho que sustentan la paradoja. Esa paradoja que nos mantiene en la perplejidad, hipnotizados.

Se han achicado los espacios intermedios y todo se explica por esa tensión bidireccional, dualista, cada vez más de blanco o negro, amarillo o naranja. El combate absurdo entre el orgullo y la vanidad. Escila y Caribdis jugando con el rumbo de nuestro paupérrimo navío.

Los nacionalismos son movimientos interclasistas, transversales, que basan su discurso en la cosificación del otro (“los españoles son…”, “los catalanes son…”) y promueven, básicamente, la defensa de los mercados internos, trufando el asunto con cuestiones identitarias, tendientes de manera más o menos extrema según el caso, al supremacismo. En nuestro país es evidente que han servido para tejer y mantener una red de intereses que han tenido la extraordinaria cualidad de distraer nuestra atención durante unos cuantos años. Y esto no tiene pinta de cambiar en mucho tiempo.

Esto es, es una misión para valientes plantear algo tan a contracorriente como que los nacionalismos sólo sirven para dividir a los pueblos, que nos mantienen dando vueltas en la paradoja mientras son otros los poderes que nos gobiernan. Reluce la frase de Christa Wolf “ninguna mentira es demasiado obvia para el pueblo si esta se acomoda a su deseo secreto de creer en ella”.

Atención. Igual que hemos explicado cómo construir la cinta de Möbius, podemos explicar también cómo deshacerla: necesitamos unas tijeras. Pero ojo, el valor exige esfuerzos y en estos tiempos de verdad difractada se penaliza salirse del discurso dominante. Cortamos la cinta, la estiramos, y tenemos un interesante camino plano a recorrer. Es la rebelión de los matices y las mixturas. Intentemos aplicar una lógica trivalente que rompa esta visión dualista y maniquea. Cambiemos las disyuntivas excluyentes por copulativas. Intentemos valorar que “unos y otros” somos lo mismo: trabajadores, empresarios, madres o padres de familia… pero que no hay un Etnos ni un Ethos diferencial. Aceptemos el reto. Depende de cada uno de nosotros salir del marco mental dominante. Podemos liberarnos de lo que se nos impone, de la violencia que inunda las redes sociales y la barra del bar, del mal rollo que amenaza con agriarnos. Cojamos las tijeras y rompamos el bucle. Todavía estamos a tiempo.

Cinta de Mobius

Barcos de papel

Somos barcos de papel. Nuestro pliego otrora atesoró versos, susurros, pactos, promesas… vivencias, hasta allá donde nos vuelan las palabras. Serendipias secretas.

Fragmentos de todo ello adornan nuestro casco, tan frágil. Todo es frágil, pero flota. Sólo el marinero avezado descifra en cada doblez la moraleja que corresponde a un relato que cabe en un capítulo, pero explica inmensidades. Surcamos la corriente pensando que capitaneamos la nave. Ilusos. Imaginamos que influimos en la velocidad, escalas o destino. Nuestro astrolabio toma por estrellas  el brillo de tus ojos, ese fulgor indescifrable entre la miel y el mar. En tu mirada siempre cupo un océano. Queremos ver, en el universo segregado, no se qué alineación de los astros.

Riela la luna en ese lugar privilegiado entre ríos, ése que nos hicimos a medida. Ponemos así proa al itinerario incierto. Aprovechamos la marea, la vida mundana, los balnearios. El reflejo de nuestros deseos deja un tenue olor de jazmines en la almohada. Escribo en tu espalda que todo es posible. Dibujo mapas de poder para rondar por ahí, para rondarte como nadie.

Recuerdos que saturan el oleaje, que suturan los rotos cotidianos. Efímeras corrientes que ponen pulso a nuestro viaje. Brisas que rompen la quietud de las aguas, exaltando brillos dispersos y aleatorios que parecen escapar en la superficie.

Y así nos empapamos de pura vida hasta que las fibras y la tinta se disuelven, se hacen uno. Entonces somos río, y nuestra historia eterna.

 

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Te bloqueo (y hago mi mundo más pequeño)

La mejor metáfora sobre la blogosfera a mi juicio la emitía Rogelio Bernal hace más de 10 años: una inmensa sala llena de espejos, por lo que mires donde mires siempre ves a la misma gente, aunque parece que hay mucha. Y la sala parece mucho más grande de lo que es… Bien, hagamos extensiva esta provocadora imagen al conjunto de las redes sociales.

En efecto, generamos microuniversos rodeados de amigos virtuales y seguidores. Los algoritmos ya se encargan diligentemente de que veamos sólo a personas con las que interactuamos, o tenemos una mayor afinidad. Lo que decimos es aplaudido por nuestro entorno acomodado y eso nos provoca una placentera experiencia, con la palurda sensación de que el mundo nos mira y nos admira.

El caso es que últimamente hemos podido observar, al hilo de cualquier acontecimiento, que hay usuarios que deciden “bloquear” o eliminar contactos y seguidores que hayan tenido una respuesta que no cuadra con su esquema de valores. Así, expresiones como “hoy he borrado a 4 fachas de mi lista de amigos” o “¿comentario machista? Pum! Bloqueado”, se han generalizado, expresando limpiezas deontológicas en las redes sociales. Estas razzias son efectivas para homogeneizar aún más el espectro de personas con las que nos relacionamos y el tipo de opiniones que leemos. Proporcionan pues un doble placer: todo es más acorde con nuestra manera de pensar (el mundo y yo estamos de acuerdo) y… de manera más perversa, permite ejercer el poder… sí, el poder de borrar del mundo, en este caso de nuestro mundo virtual, aquello que nos parece malo y deleznable. Onán y Narciso se dan la mano. Siendo así las cosas no extraña demasiado cuando el personal abducido por el poder hipnótico de las redes se despierta una mañana con un acontecimiento o resultado electoral, que va en contra de lo que “su” espacio de relación virtual parece que dicta. Disrupción en el paisaje prefabricado. Estupefacción. Una mirada perdida, teléfono en mano. El abismo existencial que tienen todos los despertares.

Porque aquí viene la mala noticia para los maniqueos: el mundo sigue siendo como es, y las redes sociales reflejo de ese mundo. Siempre habrá una vía de agua que nos enturbie el panorama acolchado que nos hemos querido fabricar. Y lo más increíble: es mejor y mucho más interesante así. La vida es maravillosa con sus trampas y sus desgracias, así como el mundo es mucho más incentivador con buenos y malos (porque ni unos son tan buenos ni los otros tan malos), con fachas y pringaos… No sólo porque así ves lo que piensa “el enemigo”, sino porque en ocasiones otra manera de ver las cosas, otro enfoque, te arrea un toque en mitad de la mollera que abre sendas y perspectivas inauditas. La diversidad tiene un empuje transformador.

Los que hemos tenido la suerte de pasar por instancias socializadoras que te obligan a relacionarte con gente diversa, con la cual no hubieses coincidido seguramente en la vida, nos hemos podido enriquecer con relaciones insospechadas y encuentros improbables.  Compañeros de trabajo, madres y padres de la escuela de nuestros hijos, por ejemplo, con los que a priori tienes poco en común, pero que acaban siendo amigos de esos escasos y atorrantes, a los que cantaba Serrat.  Entornos heterogéneos que evolucionan al margen de nuestra miope voluntad, que nos dibujan nuevos matices, que nos alimentan el alma.

Si hubiese borrado de mi agenda a todo aquél que ha hecho un comentario inapropiado, me hubiese perdido fecundas lecciones de historia, visiones poéticas del mundo, laberintos iniciáticos, consejos profundos soltados sin ton ni son… Si hubiese hecho mi mundo más pequeño, podría no haberte conocido a ti, sí a ti, y habría sido una lástima…

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Hay que matar a Homer: Modelos positivos de masculinidad

¿Sabéis cuántas veces he pasado por delante de una tienda de ropa para niños y me he parado por si encontraba una oferta interesante para mis peques? Exacto: ninguna. Empiezo así por dejar claro que quien escribe no sobrevuela alegremente el limbo de las buenas intenciones. No puedo ponerme estupendo, vamos.

Como en otras cuestiones, en las relaciones de género soy más partidario de la equidad que de la igualdad. “Entre todos lo haremos todo” suele ser mentira directamente, o es la antesala de un lío descomunal. Así pasa en cualquier tipo de organización, y la familiar no es ajena a tal principio. De lo que se trata es de cómo repartimos el juego, sabiendo que no siempre, ni en todos los aspectos, este reparto puede hacerse al 50%. Juegan las habilidades y disponibilidades de cada uno, los simbolismos y las ganas. El resultado final, tomado en perspectiva, es lo que debe ser armónico…. Porque de lo contrario condicionará en negativo los biorritmos y el desarrollo de los participantes en otros ámbitos de su vida. Muchas madres os pueden explicar lo que significa definirse únicamente en su rol cuidador, dificultando algo tan necesario y tan “normal” como tener aficiones que otorguen fuentes alternativas de auto-estima, de valoración y de contactos sociales, y permitan a veces utilizar y desarrollar nuevas competencias o simplemente airearse.

La distribución de cargas y tareas forman parte de ese entramado más complejo que cimenta la convivencia. Y ésta no es estática, sino fruto de una negociación constante, más o menos explícita según el caso, en la que paradójicamente algunos aspectos se van enquistando con el tiempo y dándose por hechos. Así, encontramos aberrantes desequilibrios en la distribución de las labores asociadas con la crianza de los hijos o la logística familiar.

“A mediados del siglo XX, los hombres se definían principalmente en relación con su trabajo profesional, y las mujeres, confinadas en el espacio doméstico, se definían y eran definidas por su rol doméstico, incluso cuando también ejercían una actividad profesional.”(1)

A pesar de las pequeñas evoluciones observadas, la articulación de la vida profesional y familiar evidencia una desventaja de las mujeres, confirmando la persistencia de la atribución prioritaria del trabajo reproductivo a las mujeres y del trabajo profesional a los hombres. Tales desequilibrios generan territorios ajenos y hostiles a quien decide que le son extraños. En parte voluntariamente muchos padres se quedan fuera de juego, mientras observamos mujeres con sendas responsabilidades profesionales, que portan sobre sus espaldas también el peso de la cotidianeidad.

El problema no está en los trogloditas, ni en las mujeres soberanamente machistas, que siempre estarán ahí. El problema radica en la masa de hombres aparentemente concienciados, pero que todavía no hemos reclamado nuestra identidad, a través de modelos positivos de masculinidad vinculados a aspectos como la logística familiar y la crianza de los hijos. Tardamos en reclamar la importancia de la implicación de los padres en el cuidado de los niños; la búsqueda de una mayor presencia activa durante los primeros años. Tardamos en hacer propias las reivindicaciones sobre las dificultades de conciliación de la vida familiar y la laboral tras el nacimiento de un nuevo hijo. Tardamos ya en afirmar la voluntad de dar forma a un modelo de paternidad diferente.

Porque a la que nos descuidamos estamos haciendo el Homer Simpson. Al fin y al cabo, el modelo más extendido de masculinidad en medios y redes es el de una quasi persona, inútil en la gestión de los sentimientos, superada por cualquier cuestión vinculada con la crianza, enganchada a sillón y mando, que sólo es feliz en una barbacoa dándoselas patéticamente de espalda plateada, cerveza en mano, alardeando de unos arrestos que no demuestra. Ese es el modelo de masculinidad imperante, el que nos venden día sí y día también en las comedias televisivas. Nos marca la línea a superar. Y es evidente que el trayecto sólo es posible si viene convenientemente balizado, primero, por nuestra propia voluntad de ensanchar nuestros horizontes. También por parejas, compañeras y compañeros, que permitan escaramuzas en terrenos que hasta ahora nos habían resultado extraños, sin que estos parezcan hostiles.

La geografía de estos terrenos a conquistar se compone de espacios simbólicos que están ocupados o han sido atribuidos de forma preferente a las mujeres, de manera permanente o en función de la hora del día. En nuestros barrios, los espacios destinados a los niños (parque infantil, AMPAs, entrada o salida de las escuelas…) se encuentran abrumadoramente feminizados. Algunos padres encuentran dificultades para relacionarse con grupos y redes de madres en la escuela o en el barrio, una especie de  resistencia de algunas mujeres a la presencia de hombres en sus grupos. La presencia de un hombre en según qué tiendas, en función de los productos en venta o del momento del día, solo o con sus hijos, puede resultar todavía hoy chocante. La configuración sexual de los espacios públicos, haciéndose de los espacios dedicados al cuidado de los niños espacios femeninos, como por ejemplo, la disposición de los cambiadores en baños para mujeres, permite reafirmar las normas de género. Algunos profesionales en el sector de la infancia (enfermería, profesores, pediatras) siguen considerando a la madre como persona de referencia…

En casa se sigue confundiendo a papá con Homer, poniendo en cuestión la capacidad  para cuidar correctamente a los niños y para realizar el trabajo doméstico. De ahí esa sensación de estar sometidos a pruebas donde deben demostrar no sé qué. Estas circunstancias exponen a los hombres a una falta de legitimidad y de valoración social para desajustar el modelo imperante, para construir una imagen positiva de la paternidad activa y de su implicación familiar. Y esto resulta a la vez causa y consecuencia de la persistencia de desigualdades en el ámbito de la articulación del trabajo y la familia.

Debemos pertrecharnos para conquistar territorios que nunca debieron sernos ajenos. Hay quien dirá que esa avanzadilla la debemos hacer solos, y no falta razón, pero para descifrar nuevas geografías de cambio hacen falta las claves. La llave se esconde, una vez más, bajo la almohada de la reina. Una sociedad que arrastra absurdos planteamientos de género nos ha formateado, y esa realidad no debe obviarse. Se dibuja un desafío: pensar en uno mismo (y por uno mismo) y construir una representación subjetiva de la identidad masculina positiva, vinculada fuertemente a la paternidad. Una ocasión para aprender y aprehender nuevos espacios. De lo contrario se puede dar la circunstancia de que los niños crezcan y alguno se haya perdido la fiesta.

Homer

(1) Merla, L. «No trabajo y me siento bien»: Cambios en la división sexual del trabajo y dinámicas identitarias de padres en casa en Bélgica. Cuadernos de Relaciones Laborales. 2006, 24, núm. 2 111-127

@Miralles_Martin